lunes, 24 de mayo de 2010

Obra


Es la de Miguel Hernández una de las figuras más atractivas de la llamada Generación del 36. Su breve trayectoria vital; su verdad de hombre, de la que fue dejando muestras en todas sus actuaciones; su poesía, apasionada en ocasiones hasta la desesperación, serena en otras hasta el desaliento; humana y verdadera siempre, han hecho del poeta un símbolo para las jóvenes generaciones de las últimas décadas. Porque, de alguna manera, Miguel Hernández encarna la figura del poeta de la libertad.

Su mundo poético —como el de todo poeta verdadero— es un mundo transfigurado. Así, toda su obra no es más que la transformación poética de ásperas, fuertes y extremadas realidades. Todas sus vivencias, desde las de pastor adolescente hasta las de preso condenado a la última pena, se convierten en poesía por el milagro de una intuición lírica, purísima y precoz en sus primeras composiciones, y madurada después por el dolor y la muerte.

Apasionado y reflexivo, espontáneo y retórico, mimético y original, se entrega a su obra de poeta como reflejo verdadero de su propia existencia, que intuyó desde siempre amenazada:

Llegó con tres heridas:

la del amor,

la de la muerte,

la de la vida. […]

dirá en uno de sus últimos poemas. Pero también por las heridas de su pueblo, de las causadas en su alma de hombre del pueblo por la traición y el crimen. Su concepción solidaria de la vida queda plenamente reflejada en su obra, y quizás tan claramente en sus sonetos de El rayo que no cesa como en su posterior poesía, donde los temas y su tratamiento conllevan más interpretaciones para considerarlo así. Es, pues, una figura “romántica”, en el sentido de que lucha desesperadamente a favor del amor, de la justicia y de la libertad; es decir, en defensa del hombre.

De él escribió Vicente Aleixandre:

«Era puntual, con puntualidad que podríamos llamar del corazón. Quien lo necesitase a la hora del sufrimiento o de la tristeza, allí le encontraría, en el minuto justo. Silencioso entonces, daba bondad con compañía, y su palabra verdadera, a veces una sola, haría el clima fraterno, el aura entendedora, sobre la que la cabeza dolorosa podría reposar, respirar. Él, rudo de cuerpo, poseía la infinita delicadeza de los que tienen el alma no sólo vidente, sino benevolente. Su planta en la tierra no era la del árbol que da sombra y refresca. Porque su calidad humana podía más que todo su parentesco, tan hermoso con la Naturaleza.

Era confiado y no aguardaba daño. Creía en los hombres y esperaba en ellos. No se le apagó nunca, no, ni en el último momento, esa luz que por encima de todo, trágicamente, le hizo morir con los ojos abiertos.»

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